Por
Miguel Bonasso
Lo escribí hace diez años: “Fidel se va a morir cuando él lo decida y todavía no lo ha decidido”.
Alguna vez
escribí que a Fidel no solo lo admiro sino también lo quiero entrañablemente
como amigo. Hace diez años, en aquellos días negros de julio y agosto de 2006,
cuando fue operado de diverticulitis y la gusanera celebraba prematuramente su
muerte, escribí en Página 12: “Fidel se va a morir cuando él lo decida y
todavía no lo decidió”. Los diez años transcurridos y los 90 gloriosos que hoy
está festejando, no sólo confirman aquella apuesta, sino el sustento racional
de la profecía: “confiaba en la fortaleza del paciente, en ese dominio
extraordinario que ejerce sobre la realidad su cerebro privilegiado”, como escribí
en aquel momento negro.
Recordé una
conversación que habíamos tenido los dos, ocho meses antes, en una sala del
Palacio de Convenciones de La Habana. Hubo un momento en que lo sentí
abstraído, lejano, pero súbitamente me miró como si regresara del futuro y
confesó:
__Lo que
necesito es tiempo.
Tiempo para
completar lo que llamaba la “revolución energética” en la Isla; tiempo para que
“Cuba sea económicamente invulnerable, como ya lo es militarmente”; tiempo para
operar de cataratas y pgterigium a seis millones de latinoamericanos pobres en
los próximos seis años; tiempo para que los educadores cubanos del programa “Yo
sí puedo” ayuden a desterrar el analfabetismo en toda America Latina, “tiempo
para que prospere la integración latinoamericana y el ALBA”. Necesitaba tiempo
para consumar una gigantesca empresa humanística que parece imposible para una
pequeña isla sitiada de ciento diez mil kilómetros cuadrados y once millones de
habitantes, que ha sobrevivido –desde enero de 1959- a noventa millas náuticas
del imperio más poderoso que ha existido jamás en la Tierra.
Esa lucha
continua del mayor voluntarista que ha conocido la historia mundial, casi lo
mata en el 2006, cuando regresaba en avión a La Habana desde Santiago de Cuba,
adonde había conmemorado otro aniversario del
26 de julio. Unos días antes lo habíamos despedido en Córdoba, adonde
había venido a participar en una reunión
del Mercosur, donde Cuba fue un observador especial. La Argentina oficial de
Néstor Kirchner –contrariamente a lo que pueden pensar los fanáticos de ambos
lados de “la grieta”- lo había tratado
mal. Ya estaba en vuelo hacia la Argentina, cuando Kirchner quiso apretarlolo, amenazando con hacer
pública una carta donde le exigía que dejara salir de Cuba a la médica Hilda
Molina.
Cuando llegué
a Córdoba, después de una larga sesión en Diputados, me llamó la atención no
verlo sentado para la cena de gala en la mesa presidencial, adonde lo
reemplazaba el entonces vicepresidente del Consejo de Estado de Cuba, Carlos
Lage.
Cuando saludé
a Néstor, me pidió que le dijera al Comandante que cediera ante el pedido
argentino o haría pública la carta en plena Cumbre. Traté de explicarle, de
pie, en voz baja, ante las miradas de toda la mesa, que a Fidel no se lo podía
apretar, pero sí se lo podía ganar con un gesto de grandeza, como hubiera sido
reducir al 25 por ciento la deuda cubana con Argentina. Haciendo lo mismo que
Kirchner le había planteado a nuestros acreedores externos: una quita del 75
por ciento.
No parecía de
acuerdo. Insistió con el apriete. Entonces le dije que lo mandara al canciller
Jorge Taiana a entrevistarse con su colega cubano Felipe Pérez Roque, antes de
iniciar cualquier acción personal que Castro pudiera tomar como una ofensa y lo
hubiera llevado a marcharse de la conferencia con cajas destempladas.
Por la mañana
hubo una reunión con la prensa y el saludo entre los dos fue tenso,
distante. Kirchner lanzó una cifra sobre
mortalidad infantil, supuestamente superior a la imperante en Cuba y Fidel lo
desmintió. Era evidente que no había simpatía entre los dos. Yo lo sabía desde
antes de la asunción presidencial de Néstor Kirchner en mayo de 2003. Yo le sugerí
que lo invitara y no me hizo caso. Es hora ya de revelarlo, aunque a muchos les
costará creer la verdad lisa y llana: el que invitó a Fidel Castro el 25 de
mayo de 2003 fue el presidente saliente Eduardo Duhalde. Parece un disparate
pero es la verdad histórica. Una tarde en la Rosada lo hablé con Néstor.
__Chávez está
bien.__Me comentó.__Pero Fidel ya pasó.
Paralelamente,
otra tarde en La Habana, Fidel me advirtió:
__Ojo, no te
confundas que este no es Perón.
Así que su
segundo viaje a la Argentina en tiempos de Kirchner no fue como el primero, en
mayo del 2003, cuando una multitud espontánea, lo vivó en las escalinatas de la
Facultad de Derecho y él –sin inmiscuirse en la política interna- dio un voto
tácito de apoyo al nuevo presidente peronista.
En julio de
2006, después del extenuante vuelo desde Córdoba a la Isla, volvió a su ritmo
demencial de trabajo y le sumó un nuevo viaje aéreo a Santiago de Cuba. El
organismo se lo cobró con una hemorragia intestinal en el avión que lo traía de
regreso a La Habana. Tuvo que ser operado de urgencia y, una vez más, el rumor
sobre la inminencia de esa muerte tan deseada en el condado de Miami Dade, fue
multiplicada por la prensa occidental.
La noche del
31 de julio recibí un llamado de la Isla que me dejó sin aliento. Un compañero
argentino me avisaba: “Parece que Fidel esta muy mal” y de inmediato la
conversación se cortó, generando un insoportable suspenso. A los pocos minutos
la CNN informaba que Fidel Castro había sido operado y que por primera vez en
47 años transfería sus responsabilidades en el Estado, al vicepresidente, su
hermano Raúl.
Aunque estaba
seguro de que iba a superar la crisis como ya lo dije, me pregunté si no estaba
pesando mucho sobre su ánimo una cifra convertida en alegoría: los 80 años que
cumpliría el 13 de agosto. Una marca que pautaba la gloria de haber sobrevivido
a tantas batallas y a más de 600 atentados, pero que venía a ratificar el
escaso tiempo restante para seguir edificando.
Recordé en
aquellas horas de sufrimiento un rasgo que pude percibir en Fidel y no le he
visto a ninguno de los múltiples jefes de Estado que he conocido de cerca: su
solidaridad efectiva con los que sufren.
Una madrugada
en La Habana, me mandó a buscar fuera de agenda y de protocolo, para hablarme
del terremoto en Pakistán y mostrarme la carta que había dirigido al jefe de
Estado de ese país, el general Pervez Musharraf, ofreciendo el auxilio de
médicos y paramédicos cubanos.
__Pronto
vendrán los grandes fríos.__Me dijo en la sala de Juntas del Palacio de la
Revolución__y los habitantes de los pueblos destruídos comenzarán a vagar sin
destino en las laderas de las montañas. Vagarán con fracturas expuestas, con
gangrenas, con un indecible dolor por lo perdido. Tenemos que hacer algo. Leete
la carta a Mucharraf. Estaba realmente conmovido.
Pocos días
después, médicos y paramédicos cubanos comenzaron a viajar a Pakistán hasta
completar una generosa brigada de dos mil quinientos (2.500) profesionales, que
atenderían durante varios meses a 700 mil pacientes, soportando temperaturas
bajo cero.
A la semana me
mandó llamar nuevamente y allí lo pude ver, en la Sala de Situación, dando
órdenes por teléfono (y enojándose) con el jefe de la misión. Involucrado hasta
las cejas, como le suele suceder con todo lo que hace: desde la Operación
Milagro, para operar a miles de ciegos o semiciegos de América hasta la guerra
en Angola, que supuso un golpe decisivo al apartheid sudafricano.
El Comandante es
optimista contra viento y marea (“un revolucionario no puede ser pesimista”)
pero hace mucho tiempo que advierte sobre una catástrofe final que puede hacer
desparecer a los hombres de la Tierra. Lo que hoy dicen Noam Chomsky o el
genial Stephen Hawking, el lo vaticinó en la Cumbre de la Tierra, celebrada en
Río de Janeiro en 1992: “una especie biológica está en riesgo de desaparecer(…)
el Hombre”.
En un
concierto-presentación que realizamos en La Habana con mi hijo Federico y el
conjunto de rock “El Juguete Rabioso”, se me acercó una muchachita de la
multitud, me alcanzó un libro abierto con una página en blanco y me dijo:”Soy
maestra en Oriente y admiro a Fidel, ¿no me haría el favor de pedirle que me
escriba aquí algunas palabras?”. Le pasé el libro, el pedido y una lapicera. El
Comandante escribió sin vacilar: “con profunda fe en tu generación, si es que
sigue el mundo”.
A mediados de
setiembre del 2006 viajé a La Habana para la Cumbre de No Alineados y me honró
invitándome a dar testimonio de su convalescencia. Lo vi delgado, pero muy
bien. Me dijo que había perdido casi veinte kilos. La mayoría de las fotos que
ilustran este mensaje corresponden a ese reencuentro que fue, además, una
primicia periodística mundial. Hasta ese momento sólo había recibido a Hugo
Chávez y Evo Morales. La nota causó un gran impacto. De pronto jefes de Estado
me preguntaban en la sala de sesiones por la salud de Fidel, como si fuera su
médico o su vocero. El primer encuentro fue el miércoles 14 de setiembre. El
viernes 16 me llamó sin intermediarios y sin saludo previo. Levanté el tubo y
escuché:
__¡Menudo
revuelo has causado con tu artículo!
Y, a renglón
seguido, me invitó a tomar un café.
__Yo te cuento
estas cosas, porque eres mi amigo y eres escritor.__Me dijo esa vez, dándome
piedra libre para una segunda exclusiva.
Pasaron los
años y el interinato de Raúl se hizo permanente, Fidel se replegó a un segundo
plano para dejarlo gobernar. Quedó atrás, como el símbolo máximo de la
revolución y el supremo consejero. Ese viajero de Silvio Rodríguez que, cada
tanto, regresa del futuro. Tras otro susto antes de terminar el 2006, la salud se
estabilizó y le ha permitido llegar fuerte y lúcido hasta el cumpleaños número
90.
En febrero del
2013, viajé con mi mujer Olivia a La Habana y lo vimos en una reunión con
intelectuales. Se sonrió, cómplice con ella y le dijo, señalándome:
“¡Muchacha!”. Como diciéndole: ¡justo te fuiste a buscar a este tipo! Estaba
tan lúcido como siempre.
Lo extraño de
verdad. Me hubiera gustado mucho darle el abrazo de los 90 años.